Capítulo 1: La huida


—¡No lo soporto más! —grité desesperada.

Estaba harta, no podía más. Aquello era la gota que colmaba el vaso.

—¡Mientras vivas en mi casa soportarás lo que yo diga! —berreó aquel individuo que alteraba mi mundo de forma constante—. Por algo soy tu padre.

—Eso me trae sin cuidado, soportaré lo que quie...

Pero antes de poder acabar con mi protesta (Antes de acabar la protesta) su mano golpeó mi mejilla y todo quedo en silencio, exceptuando el pitido que retumbaba en mis oídos. Me quedé paralizada, no me esperaba aquella reacción por su parte por lo que (eliminar esto y poner una coma ¿no sería mejor una y?) solo pude murmurar.

—Está bien, quédate con todo lo tuyo, ya no necesito nada (Está bien, quédate con todo, ya no necesito nada tuyo). Me marcho.

Me di media vuelta y me dirigí a la habitación que segundos antes había considerado mía.

—No era mi intención... —intentó disculparse por aquel arrebato que ni siquiera él podía explicar. Era la primera vez que me ponía una mano encima—. ¡Míriam!

Ignoré aquel grito, portador de miles de advertencias por el tono en que había sido proferido, yo ya no respondería ante aquel hombre nunca más. Ya no me pertenecían ni su dinero, ni su casa, ni el supuesto amor que sentía por mí; no necesitaba nada que tuviera que ver con él o sus acciones.

Cogí una mochila negra llena de libros y la vacié en el suelo sin ningún cuidado, se acabó el ser educada y considerada, no pensaba acudir más a aquella prisión de oro llena de profesores cobardes, cobistas e interesados, y presos consentidos, perversos y adinerados, aquello se había terminado. Agarré ropa del armario y la introduje en la mochila hecha un ovillo, cogí una chaqueta negra y me la até a la cintura, luego (sobra el luego) me eché la mochila al hombro y salí de la habitación como un vendaval. Por mi propio bien necesitaba huir de aquella pequeña burbuja creada dentro de una muchísimo más grande, el mundo exterior.

—¿Dónde piensas ir sin dinero? —me preguntó papá esbozando una ególatra sonrisa—. Solo tienes 17 años, ¿piensas ponerte a trabajar en cualquier tugurio de mala muerte, ese es tu plan?

Eché un vistazo a todos aquellos muebles de ébano, importados, que decoraban nuestro salón, los cuadros de Claude Monet, Paul Cézanne, Vincent van Gogh, Pablo Picasso y Jackson Pollock que colgaban de nuestras paredes, el gran reloj de péndulo que habíamos adquirido hacía poco... En realidad nada de aquello me hacía feliz, más bien me entristecía saber que aquel hombre a quien debería llamar papa se preocupaba más por aquellos objetos sin sentimientos que por su propia hija.

—No. Pienso vivir con mamá, en una casa normal, con vecinos normales y un instituto normal, vamos lo que viene a ser una vida fuera de esta burbuja y lejos de ti —le dije con un tono odioso que le hirió en lo más profundo de su orgullo—. Espero que no te moleste.

Su rostro se contrajo y una expresión de pura arrogancia le cambió los rasgos, no pensaba tener ni la más mínima compasión con su hija, persona sin ética ni moral.

—¿Piensas vivir con la loca de tu madre en una choza? Espero que reconsideres tus palabras y vuelvas a tu cuarto.

Esbocé una amarga sonrisa, aquel hombre no cambiaría jamás. Sabía que solo le interesaban sus bienes y dinero, sus casas, negocios, coches; a mí simplemente me conservaba por la satisfacción que sentía al no entregarme a mi madre, el gozo que albergaba en su interior al recordar cómo le había arrebatado mí custodia a su ex mujer. Era un egoísta con todas las de la ley y un grandísimo capullo.

Abrí la puerta principal y el sol me deslumbró, aquel aire, todas aquellas casitas blancas rodeadas de césped verde, los parques y flores, todos aquellos decorados habían sido extraídos de una película de Disney, necesitaba vivir en un lugar real con personas que no viviesen solo por el dinero y los lujos.

—¡Míriam, deja esa mochila y vuelve a tu cuarto! —me ordenó con los ojos muy abiertos y la cara roja por la ira que lo consumía por dentro— . ¡Ahora mismo!

Advertencias, amenazas y consecuencias era todo lo que lograba salir de aquella boca de ogro, no pensaba disculparme o arrepentirme por todos aquellos años en los que me había hecho vivir una mentira, una vida incomprensible e irreal en una casa grande, cara y lujosa, pero vacía y fría como las noches del desierto. El jamás me pediría perdón por haber destrozado la única familia que tenía y haberme sumido en una vida llena de ostentación, fiestas e hipocresía.

Mi pie avanzó y se plantó con fuerza más allá de los límites de mi antiguo hogar, más allá del lugar en que había sufrido soledad y me había sentido distinta a todos los demás. Jamás intenté integrarme, ser una de ellos, una maldita farsante. Mi melena morena danzó en el aire y me transmitió una sensación de libertad que anhelaba hacía muchísimo tiempo, mis ojos verdes brillaron al percibir aquel sentimiento y todo mi cuerpo se lanzó a la carrera hacia la estación de trenes. Ni mi padre, ni los vecinos; nadie lograría detenerme. Mis piernas corrían como jamás lo habían hecho, atravesaban las calles a una velocidad sorprendente y el viento atizaba (,con el viento atizando) mi rostro bronceado por el sol de verano. Sentía el odio, el rencor, la tristeza, la soledad y la frustración tras de mí, intentando alcanzarme y quedándose atrás. En mi interior solo quedaba lugar para lo que venía a continuación, un futuro diferente.

Una vez en la estación, compré el billete de tren, me senté en uno de aquellos bancos metálicos que recibían a los viajeros con suma calidez, subí los pies encima y me rodeé las piernas con los brazos. Mi mentón apoyado en las rodillas me proporcionaba una postura cómoda para pensar.

Hacía más de diez años que no veía a mi madre, ¿me reconocería? Durante todo aquel tiempo no me había telefoneado ni una sola vez, no me había enviado ni una maldita carta, ¿realmente le importaba? ¿Querría acogerme como hija? Por muchas vueltas que le diese al tema no lograba entender el (sobra el "el") porqué me había abandonado cuando tan solo era una niña, ¿acaso hice algo malo que la hizo enfadar? Mi madre me había tenido a una edad muy temprana y, por lo que me había contado mi padre, no había podido con las responsabilidades que acarreaba ser madre, por lo que un día decidió divorciarse, hizo sus maletas y se marchó. Nunca me creí esa historia.

El tren se detuvo en el andén y por megafonía anunciaron la hora de salida y su destino. Era hora de abandonar la burbuja en la que me había criado y conocer mundo, había llegado el momento de averiguar la verdad por mi misma y dejar de ser la marioneta de aquel hombre que controlaba todo a su antojo. Adiós "Sovereign star", espero no tener que volver nunca. (DEMASIADO, esta frase es demasiado)

Un viaje de cinco horas me permitió pensar, rescatar recuerdos del pasado en los que mi madre protagonizaba un papel importante. En realidad no había muchos, ya hacía años que había dejado de recordar cosas hermosas creyendo que no las merecía; estaba atrapada en lo más profundo de un tenebroso pozo. Pensar en mamá me hacía bien, imaginarme su sonrisa me calmaba por las noches y revivir aquella secuencia de hechos en mi cabeza me impedía olvidarla por completo. Cuando tenía cinco años, ella columpiándome en el parque mientras yo reía; el día en que cumplí seis años y me compró un collar de cristal azul tallado en forma de corazón, que siempre llevo colgado del cuello. Cuando me caí de la bicicleta y me rompí la muñeca, me llevó en brazos al hospital desesperada y jamás he querido olvidarme de sus lágrimas, pensando que todavía las derrama por mí en alguna parte. Y por último, el día en que discutió con mi padre y perdió mi custodia en los tribunales, el día en que me prometió que regresaría a buscarme, pero que nunca hizo, un día que no paró de reproducirse en mis pesadillas cada noche.

¿Por qué no había tenido noticias suyas en diez años? Nunca había creído en las palabras de aquel arrogante hombre, por su promesa de volver a buscarme (eliminar esto y cambiarlo por un sin embargo ella nunca vino), pero ella nunca vino... ¿Tan poco importante era que incluso se había olvidado de mí? ¿Es qué acaso había encontrado una forma más placentera de vivir lo cual hizo que ya (en la que) ya no me necesitaba? Todo eran preguntas y más preguntas, no hallaba respuesta alguna que pudiese suavizar el dolor que oprimía mi pecho y, a cada segundo que pasaba, los sentimientos dolorosos iban haciendo más mella en mí. ¿Habría sido abandonada?

Los árboles pasaban veloces ante mis ojos por la ventanilla del vagón, las casas construidas en las montañas expulsaban humo por sus chimeneas y un paisaje rustico y familiar me sorprendió soñando con él. Cuanto hubiese dado por una vida como aquella, una familia comiendo en la mesa junto al fuego, riendo y charlando. Hubiese pagado el precio más alto del mundo por un día como ese pero, aquel sueño seguiría siendo eso, una simple fantasía. Gracias a él, mi infancia ya estaba totalmente plagada de hombres del saco bajo la cama y monstruos en los armarios.

En realidad era gracioso, tenía todo lo que la gente sueña tener alguna vez en su vida, dinero, lujos, pero yo no me sentía muy distinta a un sin techo cualquiera, seguía persiguiendo mi sueño, una lotería de amor y felicidad que no se vendía en quioscos.

Pensando en todo lo que me preocupaba, acabé por sumirme en un profundo sueño, despertando al llegar a mi destino. Ya estaba más cerca de mi futuro hogar y eso era algo que aceleraba el pálpito de mi corazón.

Cogí un taxi que me llevó a casa de mi madre, siempre había tenido la dirección, pero nunca tuve el valor de ir a verla, mi padre nunca me permitió visitarla y yo no me había atrevido a desobedecerle, hasta ahora.

El vehículo circulaba por calles oscuras, ruinosas, sucias, estropeadas por el paso del tiempo y los malos tratos que recibía de la gente. Pintadas, firmas con spray en las paredes, el asfalto de la carretera agrietado... Aquellas calles parecían sacadas de una película policíaca, era el escenario donde se originaba la delincuencia, la prostitución y la perdición de una persona. El taxi se detuvo frente a una casita pequeña y ennegrecida, no tenía ni punto de comparación con mi antigua casa, grande, lujosa y limpia. No me había tomado las palabras de mi padre con mucha seriedad, en una choza... con esa loca... ¿Estaría loca mi madre? ¿Por eso no le habían concedido mi custodia años atrás? No, tenía que dejar de comportarme como una niña de alta alcurnia (demasiado rebuscado, sería mejor "como una niña rica malcriada", o "niña miedica de papa" o similar) tenía que dejar de comportarme como una cría con aires de millonaria, aquella era una vivienda de clase media, un hogar idóneo para una familia pequeña. Abrí la puerta del taxi y puse los pies en el suelo, agarré la mochila del asiento y salí del vehículo. Estaba decidida, había llegado el momento de cambiar de vida y aquel sería el principio de todo.

Avancé vacilante hacía la puerta principal por aquel caminillo de piedra rodeado de césped, sentía miedo pero a la vez emoción y felicidad, después de tanto tiempo volvería a verla. Los diminutos pasos que daba me otorgaban tiempo para pensar, cada paso dado era un pensamiento que ayudaba a mi mente a dar otro paso aún más pequeño que el anterior, estaba muy asustada, no tener noticias de tu propia madre durante diez años era señal de que esta no quería ningún tipo de relación.

Salvé los pequeños escalones que conducían al porche y me acerqué a la puerta hasta tenerla al alcance de la mano. Probablemente ella hubiese formado otra familia, una de verdad con un hombre a quien amar y sus propios hijos. Con esos pensamientos obstruyendo mi garganta, llegué a la puerta sin darme cuenta (ha llegado hace dos frases, elimina esto) y llamé al timbre. Tras unos segundos de espera la puerta se abrió chirriante, dejando al descubierto a un hombre alto y robusto. Su generosa barba negra, sus cejas pobladas en contraste con el blanco de su piel, su cabello negro corto y alborotado me hizo desconfiar al principio, pero sus ojos verdes y su alegre sonrisa alejaron aquella primera impresión.

—¿Puedo ayudarte en algo? —me preguntó con amabilidad y cierta curiosidad reflejada en el rostro.

Tragué saliva y me armé de coraje por primera vez en mucho tiempo, tenía que dejar de ser cobarde y esconderse.

—Esto, sí. Estoy buscando a Marian, ¿está en casa?

—Lo siento mucho pero ahora mismo no está —hizo una pausa y al ver mi cara de decepción y preocupación se interesó—. ¿Puedo preguntar quién eres?

Al principio dudé en mencionar quien era y cuál era mi relación con Marian, pero si no lo hacía resultaría descortés y a su vez sospechoso, por lo que decidí responderle con total sinceridad.

—Soy su hija.

Sus ojos se abrieron como platos, sin duda sorprendido por la revelación. ¿Acaso mi madre no le había comentado que tenía una hija? Empezaba a sentirme incomoda y traicionada por la única persona en la que podía confiar. De pronto, el hombre esbozó una sonrisa.

—Míriam, ¿verdad? Empezaba a preguntarme cuando vendrías a visitarnos —su sonrisa era sincera y natural, eso me tranquilizó—. Tu madre se pondrá muy contenta al verte. Pasa, ahora está trabajando pero llegará en cualquier momento.

Con un gesto me invitó a pasar y accedí. Lo seguí hasta el salón comedor, una estancia pequeña con muebles baratos, y me invitó a sentarme en el sofá —un poco hecho polvo— y me ofreció algo de beber, a lo que conteste un vaso de agua. Un televisor pequeño y culón ocupaba un mueble frente al sofá, separados por una pequeña mesita de cristal con los bordes y las patas de la misma madera que el resto de muebles, clara y suave. Era un lugar bien iluminado gracias al color blanco de las paredes y las dos ventanas que daban a la calle. Entre éstas había encajonada una estantería repleta de libros. Sobre aquellos estantes descansaban libros de temáticas diversas, desde literatura clásica y universal hasta la ciencia ficción, y de las novelas románticas a las novelas épicas y fantásticas. Me sorprendió gratamente la idea de que aquella familia tuviese aquel agrado a la lectura, era estupendo ya que compartíamos dichos gustos. Justo al lado del mueble del televisor descansaban las cuatro sillas acolchadas y la mesa que soportaba el peso de un gran florero repleto de rosas amarillas. Era una estancia sencilla y pequeña, pero acogedora que me hizo sentirme como en casa desde el primer momento.

El reloj que colgaba de la pared marcaba las nueve de la noche. Antonio —que así se llamaba el hombre que me había abierto la puerta— era el marido de mi madre, y llevaban casados casi seis años. Trabajaba en el instituto del barrio como profesor de literatura —de ahí los libros de la estantería— y era un buen cocinero. Me preparó una exquisita cena —con ingredientes baratos del supermercado— que estaba para chuparse los dedos, mucho más sabrosa que algunos platos de los mejores restaurantes de mi antiguo barrio. Mientras cenábamos en la mesa del comedor sonó su teléfono móvil, era el clásico tono de teléfono fijo, el típico Ring-Ring.

—Discúlpame un momento —dijo, levantándose de la silla—, tengo que

contestar.

—Claro, no te preocupes.

A mitad de camino hacia la cocina contestó a la llamada y bajó el volumen de su voz.

—¿Se puede saber dónde estás? Estábamos preocupados —dijo alterado, luego hizo una larga pausa para escuchar las excusas del individuo al otro lado del teléfono.

La curiosidad me picaba y hacía que todo mi cuerpo se moviera inquieto sobre la silla, ¿quién sería?

—Simplemente ven a casa enseguida y la próxima vez llama —dijo, esta vez más calmado y comprensivo—. Adiós.

El ruido de sus pasos me sorprendió e intenté disimular (utilizas disimular y simular muy seguido, cámbialo por esconder) mi curiosidad simulando comer tranquilamente. Antonio apareció en cuestión de segundos y se sentó a la mesa para retomar la cena, y como si de alguna manera pudiese leerme la mente me dijo.

—Le he dicho millones de veces que llame pero no me hace ni caso —suspiró con resignación y luego hizo una mueca de disgusto—, ya sabes como son los..

Pero antes de poder concluir la frase un ruido nos sobresaltó, la puerta principal había sido abierta y una voz femenina anunciaba su llegada.

—Ya estoy en casa.

Mi corazón dejó de latir, aquella voz no había cambiado en absoluto después de tantos años, seguía conservando su dulce y tranquilo tono. Había imaginado en numerosas ocasiones aquel esperado —por mi parte— rencuentro, pero la inquietud y el temor al rechazo acechaban mi corazón. Los pasos aproximándose al salón resonaban en mi cabeza, los segundos se transformaban en largas inspiraciones y espiraciones, sentía los latidos acelerados palpitando en mis sienes.

De pronto los pasos cesaron y mi visión captó la silueta de una mujer delgada y menuda, quise decir algo, pero al alzar la vista hasta su rostro y contemplar aquellos ojos repletos de lágrimas se me formó un nudo en el estómago que me enmudeció. Era tal y como la recordaba, tan solo cambiaban las arrugas que ahora surcaban las comisuras de sus labios y su entrecejo, pero a pesar de todo seguía siendo la misma. Su dorada melena ondulada cayendo en cascada sobre sus hombros, sus grandes ojos marrones y su morena tez. Era ella, seguía siendo aquella mujer bella de mis recuerdos.

Mis ojos se quedaron muy abiertos mientras nuestras miradas se cruzaban, ella esbozó una sonrisa y sus ojos brillaron, dejó el bolso que sostenía en el suelo y se lanzó apresuradamente hacía mí.

—Míriam —pronunció mi nombre mientras me abrazaba y no dejaba de sonreír—, mi niña...

—Mamá... —susurré sin poder contener las lágrimas, después de todo si me había echaba de menos, no se había olvidado de mí.

La rodeé con mis brazos, estrechándola firmemente, y me sumergí en su abrazo. Su fragancia tampoco había cambiado, seguía utilizando el mismo perfume que entonces, el fresco y agradable aroma de las rosas, un aroma que siempre lo había asociado con el de ella.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Me marché —dije mientras me secaba las lágrimas con el dorso de la mano—, no soportaba más aquella vida.

Se separó unos centímetros de mí para poder mirarme a la cara y frunció el ceño, algo confusa.

—Y tu padre, ¿qué ha dicho él de todo esto?

—Dijo que me arrepentiría de haber venido, seguramente piensa que no soportaré vivir sin su dinero y regresaré a casa en cuestión de días —dije mientras una mueca de asco y desprecio transformaba mis rasgos—, pero no pienso volver.

Marian y Antonio compartieron una mirada que sólo ellos dos entendían, una mirada cómplice que, desafortunadamente, mucho más adelante yo también comprendería.

Mamá volvió a mirarme e intentó sonreír.

—No te preocupes —me dijo mientras concluía su abrazo y me soltaba—, le llamaré.

—¡No! —grité atemorizada ante la idea de volver—. ¡No quiero volver!

—Tranquila —pronunció aquellas palabras con mucha delicadeza mientras me ayudaba a sentarme en el sofá—, no te preocupes. Ten por seguro que te quedarás.

Su mano recorrió suavemente mi melena, acariciándola y calmándome, alejando todo aquel terror que segundos antes había invadido mi corazón. En mi interior siempre había sabido que mi madre me quería, ella siempre había estado preocupada y pensando en mí. Después de diez años y una nueva familia, ella había continuado manteniéndome en su vida, le había hablado de mí a su nueva familia y no me había ocultado como un error del pasado. Pero entonces, ¿por qué ella...?

—¿Por qué no me escribiste, ni me llamaste? —pregunté con la voz apagada no queriendo saber la respuesta pero necesitándola.

Desde hacía diez años, imaginaba cada noche aquella escena en mis sueños, algunos convertidos en pesadillas al escuchar las terribles palabras que salían de su boca en las oscuras noches de mi infancia.

—Lo hice —me confesó tristemente—. Durante el primer año te escribí, pero nunca me llegaron tus respuestas, mis llamadas eran rechazadas y nunca me dejaron hablar contigo, entonces intenté ir a verte pero me arrestaron. Tu padre solicitó una orden de alejamiento contra mí y me prohibieron acercarme a ti.

Al escuchar aquellas palabras comprendí el significado de "puñalada trapera", ser engañada sin compasión por una persona en la cual se suponía que podías confiar, tu propio padre.

—Pero él jamás me habló sobre eso, ¿cómo pudo ser capaz?

Mi padre había solicitado una orden de alejamiento contra mi propia madre para mantenerla alejada de mí, me había engañado y hecho creer que me había olvidado. Un agujero en mi pecho empezó a formarse aquel día sin que yo me percatara, un agujero que aumentaría de tamaño a cada mentira y cada traición con la que me apuñalaran.

En aquel salón se mantuvo una charla intensa sobre aquellos diez años desconocidos para ambas, mis años de instituto y sus años de noviazgo y matrimonio. Marian trabajaba en una agencia de publicidad y ganaba un sustancioso sueldo, mi pregunta fue más que razonable, ¿por qué vivían en aquella casa si tenían dinero suficiente para comprar una nueva vivienda mucho mejor? Y su respuesta fue simple, "porque en esta casa hemos vivido mucho; tanto momentos felices como tristes". Aquella era una respuesta con la que había soñado, una frase desinteresada y seguida de una gran sonrisa. Aquello debía ser la verdadera felicidad, mi papeleta con los números ganadores.

Tras aquella larga y amena conversación me prestaron una habitación para pasar la noche. Una estancia amplia —más pequeña que mi antigua habitación— con un camastro —en comparación con mi cama—, un armario, una estantería repleta de libros de toda clase, un escritorio y un ordenador encima. Un cuarto con signos de vida a cada rincón, ropa en la cama y en la silla, la papelera a rebosar de basura y una pila de CDs de música esparcidos por el suelo al lado de un equipo de música. Alguien vivía allí, pero ¿quién? Deposité mi mochila en lo alto de la cama y la abrí, saqué una camiseta y unos shorts dispuesta a utilizarlos de pijama. Había salido tan aprisa de casa que no había cogido pijama ni cepillo de dientes, debía llamar a María —la asistenta— para pedirle que me trajera ropa, zapatos, mi cepillo de dientes y los peines. No puedo vivir con tan poco...

Ya era media noche cuando me acosté, me tapé con las sábanas y cerré los ojos. No dejaba de ver el rostro de papá, enfadado y echándome en cara todo lo que había hecho por mí, se quejaba de mi decisión afirmando que estaba equivocada y que acabaría por darme cuenta y regresaría a casa. Pero aquello no ocurriría, la decisión ya estaba tomada y nada me haría cambiar de opinión. Dándole vueltas a aquellas visiones dolorosas e inquietantes me sumí en un profundo sueño.


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Publicado por Ediciones Kiwi: https://www.kiwilibros.com/juvenil/143-apuesto-por-ti-9788417361327.html

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